Jul
8
Un americano
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Henry Roth (Galitzia, 1906-Alburquerque, Nuevo México, 1995) presumía de antipático e impertinente. En sus novelas nunca desperdició la ocasión de molestar e irritar a todos: judíos, comunistas, liberales, escritores, trabajadores, feministas, republicanos, demócratas. Su encarnizamiento se recrudecía cuando hablaba de sí mismo. Ira, el protagonista del ciclo de novelas (A merced de una corriente salvaje) que comenzó después de los ochenta años, es un feroz autorretrato sin ninguna pretensión de exculpar, redimir o justificar un comportamiento caracterizado por el egoísmo, la mezquindad y la cobardía. Su complejo de culpa está asociado a su identidad judía: no profesa la religión de sus antepasados, pero en su mente flotan los sentimientos de indignidad, desarraigo y expiación. Su lucidez le impide mostrase autocomplaciente. Todas sus novelas son autobiográficas y ninguna le absuelve. Su vida no ha sido ejemplar, pero el mundo tampoco merece un juicio benevolente. La estupidez, la crueldad y la mentira acompañan al ser humano en todas sus empresas. No hay que afligirse demasiado. La literatura nace de esa imperfección. La literatura no es un ejercicio de virtud, sino una prueba de nuestra vulnerabilidad e inconstancia. La carrera de Henry Roth lo corrobora, con su prolongado silencio y su tardía resurrección.
Hijo de emigrantes judíos, Roth publicó en 1934 su primera novela, Llámalo sueño. La crítica no mostró mucho interés por la obra y apenas logró atraer a un puñado de lectores. A pesar de todo, firmó un contrato con un editor para escribir una segunda novela, pero sólo publicó un fragmento en una pequeña revista literaria. Bloqueado y con serias dudas sobre su talento, dejó de escribir. Durante su estancia en la colonia de artistas de Yaddo, en Saratoga Springs (Nueva York), conoció a Muriel Parker, compositora y pianista. Se casó con ella después de romper con la poetisa y profesora Eda Lou Walton, que le había ayudado con el manuscrito de Llámalo sueño, donde ya se hallaban todas las cualidades y todas las carencias de una escritura torrencial, exasperada, digresiva, brillante, caótica, desgarrada. Eda Lou Walton corrigió el original para mejorar la fluidez y contener la dispersión. Sería tentador atribuir el prolongado silencio de Henry Roth a su nueva situación sentimental, pero lo cierto es que hasta 1979 no volverá a escribir. Mientras tanto, trabajará de maestro, auxiliar de psiquiatría, leñador, criador de patos. La reedición en 1964 de Llámalo sueño, con un notable éxito de crítica y público, le proporcionó el impulso que necesitaba para dedicar sus últimos años a recuperar el tiempo perdido. Un americano es su última novela, que apareció de forma póstuma. Ya viudo y con una dolorosa artritis, logró escribir casi mil páginas, con la ayuda de un moderno procesador de textos y la colaboración de Felicia Steele. El manuscrito no llegó a The New Yorker hasta 2005. Willing Davidson apreció de inmediato su valor, pero también advirtió la necesidad de editar el texto. Roth había acumulado páginas y páginas, cometiendo infinidad de redundancias y sin prestar mucha atención a una estructura que sólo emergía después de una lectura minuciosa.
Davidson suprimió lo innecesario, conservó lo esencial y cuidó el ritmo que mantenía vivo el relato. El resultado es irreprochable. Se podría decir que Davidson alteró el original, traicionando la voluntad del autor, pero yo creo que el caso de Henry Roth sólo pone de manifiesto el carácter coral de cualquier obra literaria. Hasta adquirir su forma definitiva, casi todos los libros pasan por diferentes procesos, que cuestionan el mito de un autor omnipotente y superlativo.
Un americano narra los últimos años de Ira o, lo que es lo mismo, de Henry Roth. La acción comienza en la víspera de la primera Guerra del Golfo. Ira ha perdido a su esposa e intenta reconstruir sus peripecias desde su paso por la colonia de artistas de Yaddo, adonde acudió esperando superar su colapso creativo. Ira se pregunta si escogió el espacio adecuado para un escritor judío que había crecido entre el gueto de East Side y el barrio bajo de Harlem. Ira es inestable, desordenado, colosalmente inseguro. Su escritura no prospera porque no logra concebir una trama, pero a veces se pregunta si la trama es necesaria. A fin de cuentas, Joyce describió la trama como una telaraña que estrangula a las palabras. Las penurias de Ira recuerdan la atmósfera creativa y personal de Woody Allen: la madre sobreprotectora y fisgona, el padre escéptico que ha renunciado a comprender a su hijo, las paradojas de la identidad judía, la dependencia de las mujeres, una inmadurez crónica asociada a la sensibilidad artística, un narcisismo que convive con la necesidad de ridiculizarse y escarnecerse, un temor difuso a la muerte. Ira rompe lo escrito una y otra vez y muchas veces se pregunta si merece la pena continuar. Las palabras le atraen y le repelen, le regocijan y le atormentan. Pocas veces se ha descrito de forma más precisa la angustia del escritor que se enfrenta a su vocación, sin tener muy claro si se trata de una llamada o una maldición. Es difícil no pensar en Rulfo y en sus escasas 200 páginas de literatura excepcional.
Ira abandona a Edith (trasunto de Eda), pero no es capaz de amar a M. con la entrega que anhela su nueva pareja. Su incapacidad de querer es una consecuencia de un egocentrismo infantil, donde el otro sólo es una prolongación de los deseos de un yo insaciable. Militante comunista, Roth trasfunde su decepción a Ira, que no se hace ilusiones sobre un futuro socialista. La revolución socialista es una ilusión romántica y la dictadura del proletariado un infierno para los debiluchos cultos de la pequeña burguesía, el artista y el intelectual, el diletante y el entendido. Ambientada en los años de la Depresión y la guerra civil española, Roth menciona el Holocausto, acusando a las democracias de inhibirse ante la tragedia del pueblo judío. Con el tiempo, las reservas hacia el socialismo se convertirán en una imprecisa simpatía hacia la causa del sionismo. Aún falta una década para el macartismo, pero Ira advierte la profunda intolerancia del sueño americano. Conoce el fracaso, la incertidumbre económica, la marginación social. Yo una vez tuve un camino, pero ahora no sé hacia dónde ir. No escribo para cambiar el mundo, le explica a su padre, reacio a apreciar su méritos. Escribo sobre lo que he vivido y lo cierto es que yo crecí en un ambiente sórdido, lleno de drogas, frustración y resentimiento.
Un americano es una novela áspera, de un extraño y violento lirismo, que ofrece una visión demoledora de los afectos humanos y que podría interpretarse como una interminable sesión de psicoanálisis, donde se produce la catarsis, pero no la ansiada curación. Henry Roth no escribe para ser querido. Más bien parece que le agrada la idea de ser aborrecido. No le importan el más allá ni la posteridad. No está dispuesto a dejarse engañar por utopías políticas o religiosas. Después de morir, no queda nada. Sólo nos aguarda el polvo y el olvido. ¿Por qué escribir entonces? Tal vez para recordar a todos que la vida sólo es un balbuceo inconexo y la esperanza una quimera que nos hace soñar con lo imposible.
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