Hay amistades literarias que permanecen en el tiempo y otras que se redescubren y arrojan nuevas luces sobre las respectivas obras. Una es la de Soma Morgenstern con Joseph Roth, aunque para muchos efectos es como su tía solterona. No fue un albacea como Brod con Kafka (aún contra su voluntad), pero sí el amigo fiel, que lo conoció cuando ambos eran aún estudiantes en Galitzia y que estuvo junto a él en París, cuando Roth, ya sin la compañía de mujeres como Manga Bell o Irmgard Keun, continuaba el circuito de alcohol y escritura que ocupaba sus días desde la mañana al anochecer. Morgenstern se hizo cargo de las maletas de Roth, aquellas en donde guardaba todos sus bienes (nunca tuvo casa; vivía en hoteles y trenes, bebía en cafés y restaurantes), pero sólo para pedir que las revisara el editor de Roth. Ambos eran proscritos; judíos galitzianos cuya patria, antes austríaca, era entonces polaca (luego soviética y ahora ucraniana), cuyos libros habían sido prohibidos en Alemania, país en donde también se habían agotado, por cierto, las colaboraciones periodísticas para ellos.

Pero si Roth, según escribió Carlos Barral en el prólogo de La leyenda del Santo Bebedor, bebía para alejar “esa molesta lente de lucidez que el alcohol tan oportunamente mitiga cuando conviene”, Morgenstern atestiguaba, con indignado moralismo, el deterioro de su amigo. Así describe él mismo su propósito al escribir Huida y fin de Joseph Roth: “mi intención era describir con exactitud, por medio de su ejemplo, cómo el alcohol destruye a un artista del valor de Joseph Roth física, moral, social y, por desgracia, también mentalmente”. Quizá Morgenstern, el pacato, tiene razón, y no Barral, que celebra “las funciones sacrales del alcohol” y detesta a quienes “ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento a la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad y solidaridad con las que el alcohol envuelve a los que lo aprecian”.

La polémica está servida desde hace demasiado tiempo como para perderse en ella: ¿qué habría escrito Roth sin la absenta verde –l’absinthe aux vert piliers del verso de Rimbaud– que lo acompañaba en mesas y terrazas donde escribía incansablemente cartas, artículos periodísticos, panfletos monárquicos, cuentos y novelas? Claro que si uno lee las cartas advierte lo mismo que Morgenstern, el deterioro, la decadencia, las peleas amargas con sus más queridos y respetados amigos (Stefan Zweig, por ejemplo), pero también la bibliografía de Roth arroja, aún cuando ya el alcoholismo anunciaba los monstruos del delirium tremens, una joya tan bien labrada y lograda como La leyenda del Santo Bebedor. Es inútil preguntarse qué favorece más la creatividad, si la vida cortesana de Goethe en la corte de Weimar o la desesperada lucha contra la miseria de Dostoievski en Moscú. Lo mismo ocurre con los paraísos artificiales. Quienes los frecuentaron –De Quincey, Baudelaire, Roth, Lowry– no desmerecen en nada frente a quienes escribieron en la disciplina y la soledad del abstemio ocasional o militante.

De cualquier modo, aunque sólo sea por ese gesto de arriscar la nariz y lamentarse por la debilidad del otro, Morgenstern cae mal en este libro; uno no puede menos que simpatizar más con Roth. ¿Pero quién es este amigo catete con nombre de droga (inventada, eso sí, por Aldous Huxley en Un mundo feliz), que, aunque respeta su genio, pinta a su amigo de la infancia con luces harto poco favorables? Es otro escritor galitziano, para empezar, como Roth, Bruno Schultz, Paul Celan y, mucho más recientes y activos, Yuri Andrujovich o Andrzej Stasiuk (hace algún tiempo escribí algo sobre Galitzia, aquí). Y un escritor que, cuando evade el tono pedagógico y cargado a la moralina de su libro sobre Roth, es muchísimo mejor, como en su libro En otro tiempo. Memorias de juventud en Galitzia Oriental, editado por Minúscula en 2005, o –dicen, porque no he podido leerla aún- en su trilogía Destellos en el abismo, de la que Funambulista editó los dos primeros tomos, El hijo del hijo pródigo e Idilio en el exilio, en 2009, y el tercero, El testamento del hijo pródigo, en 2010.

La historia ha sido más generosa con Morgenstern que con el siempre cuestionado Max Brod, ya sea por no cumplir con las instrucciones de Kafka o por ir mucho más allá del trabajo del albacea en la edición e interpretación sesgada de los textos de su amigo. Soma, en cambio, recibe la valoración que nunca tuvo en vida. Vistos en perspectiva, estos dos amigos que nacieron con un año de diferencia resaltan sus diferentes maneras de abordar la vida y la literatura. El más famoso vivió con rapidez e intensidad, tuvo tres parejas y ningún hijo, fue reconocido en vida y murió en su ley, en brazos del alcohol; y, aunque Morgenstern sugiera un fin terrible y atormentado, parece mejor quedarse con el epitafio que Roth escribió pocos meses antes para Andreas Kartak, el protagonista de su última novela, y que tan bien se aplica a sí mismo: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. Y su amigo fiel, el sobreviviente, soportó como Job –personaje tanto de la Biblia como de una hermosa novela de Roth– todos los males del mundo; perdió a su familia casi completa en los campos de concentración nazis, excepto a su esposa y a su hijo, que pudieron huir a Dinamarca y luego se encontraron con él en Estados Unidos; perdió sus bibliotecas, escritos y archivos en dos sucesivas fugas; perdió el habla en su exilio neoyorquino y la recuperó lentamente mientras tejía el resto de su obra (la trilogía es de los años treinta y cuarenta; sus escritos autobiográficos, de los años sesenta y setenta) debatiéndose entre la afasia y la tentación del suicidio. La posteridad, sin embargo, vuelve a hermanarlos en la memoria de esas amistades que nada pudo romper.

(*) Columna publicada originalmente en El Post, 21 de abril de 2011


Ver el posteo original »

Comments